Unos años después, Matavito, un niño cheyene, y Leah, una niña arapajó, habían muerto.
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SUSCRIBITEUnos años después, Matavito, un niño cheyene, y Leah, una niña arapajó, habían muerto.
Los persistentes esfuerzos de sus tribus finalmente los han traído de vuelta a casa. Los pueblos cheyene y arapajó de Oklahoma recibieron a 16 de sus niños —exhumados de un cementerio de Pensilvania— y volvieron a enterrar sus pequeños ataúdes de madera el mes pasado en un cementerio tribal en Concho, Oklahoma. Wallace Perryman, un 17mo estudiante, fue trasladado a la nación seminola de Oklahoma en Wewoka.
Las ceremonias funerarias son “un paso importante hacia la justicia y la sanación para las familias y las naciones tribales afectadas por la era de los internados”, declararon los gobiernos cheyene y arapajó. Mark Williams, director de comunicación seminola, informó que la familia de Perryman no deseaba realizar declaraciones públicas.
La mayoría de los detalles se han perdido de la historia, pero los registros de la Administración Nacional de Archivos y Registros (NARA, por sus siglas en inglés) y los documentos recopilados por un equipo de la universidad Dickinson College ofrecen un vistazo de las experiencias en Carlisle, a donde 7.800 estudiantes de más de 100 tribus fueron enviados en medio de una guerra genocida cuando el gobierno estadounidense se apropiaba de tierras de pueblos originarios para los colonos blancos.
Entre los 17 había niños que vigilaban el fuego, criaban cerdos y aprendían a confeccionar ropa. Algunos fueron bautizados como cristianos. Uno ganó 66 centavos en cuatro días en la zapatería de la escuela. Otro fue elogiado por terminar tres pantalones en una semana, a la vez que fabricaba ladrillos.
Sus causas de muerte, cuando constan en los registros escolares, incluyen tuberculosis, meningitis espinal y fiebre tifoidea. Perryman falleció tras una cirugía abdominal. Los registros suelen ser contradictorios, con errores evidentes en nombres y edades, o carentes de información básica sobre sus familias.
“A veces, la única prueba de la existencia de un niño es un trozo de papel con una nota escrita a toda prisa”, dijo Preston McBride, historiador de la universidad Pomona College, quien ha examinado los registros de defunción de los internados.
Al llegar a Carlisle, les cortaban su larga melena. Les entregaban uniformes de estilo militar, y con frecuencia los alojaban lejos de sus familiares para obligarlos a hablar inglés.
Además de recibir clases de lectura, escritura, matemáticas, ciencias y otras materias, los enviaban a trabajar en “excursiones” a granjas y casas.
Varios de los 17 estaban estrechamente emparentados con líderes tribales, lo que refleja cómo el gobierno estadounidense utilizó el sistema de internados para controlar a los pueblos originarios. Cada uno de ellos se encontraba en una situación intermedia entre rehén, prisionero de guerra y estudiante obligado a integrarse, expuso Philip Deloria, historiador de la Universidad de Harvard.
“Sin duda es cierto que si tienes a los hijos de alguien, ejerces cierta presión sobre sus familias”, agregó Deloria.
Para cuando comenzaron las clases en Carlisle, los cheyenes y los arapajós se encontraban debilitados tras décadas de batallas por su supervivencia. Algunos de sus niños habían perdido familiares en la masacre de Sand Creek, de 1864, en Colorado, y en el ataque de 1868 al campamento de Black Kettle, a orillas del río Washita, en lo que es hoy Oklahoma.
“Cada tribu tiene experiencias ligeramente diferentes, pero en general, especialmente en las zonas occidentales a partir de la década de 1860, es solo violencia todo el tiempo”, dijo Deloria.
El viaje de Matavito y Leah fue relatado por Charles Campbell, agente federal para asuntos indígenas, quien escribió que se había tenido especial cuidado en “aceptar a los más prometedores”. También señaló que el padre de Matavito, hermano del famoso líder cheyene Black Kettle, “me obligó a aceptar a su hijo”.
Matavito se convirtió en la primera víctima mortal de la fiebre tifoidea en Carlisle. No está claro por qué murió Leah.
También fue repatriada Elsie Davis, cuyo padre, el jefe cheyene Bull Bear, fue un líder de la Sociedad de Hombres Perro de guerreros y un firmante del Tratado de Medicine Lodge, de 1867.
Su familia la llamaba Vah-stah y tenía unos 13 años cuando fue matriculada, según su sobrina bisnieta Suzan Shown Harjo, ciudadana cheyene y defensora de los derechos de los indígenas de Estados Unidos.
La familia de Vah-stah la recuerda como una persona amable y una artista prometedora. Falleció en la escuela de tuberculosis a los 18 años, en julio de 1893, mientras su grabado era exhibido en la Exposición Universal de Chicago. Su lápida, como muchas otras, contenía un error; en su caso, el año de su muerte.
“Ni siquiera está claro si realizaron un servicio funerario o si simplemente la enterraron sin mucho funeral o ceremonia fúnebre”, agregó Harjo. “Debió de ser terrible”.
Una elegía publicada, atribuida a William Sammers, hermano de uno de los 17 estudiantes, decía que su muerte por meningitis en mayo de 1888, a los 19 años, “ocurrió en los días más gloriosos y grandiosos de nuestra vida escolar”. Pero los registros también muestran que Sammers se había fugado en una ocasión y había recorrido 113 kilómetros (70 millas) antes de ser arrestado y devuelto.
Muchos reportes de abuso sexual, físico y emocional contra los niños en los internados y las escuelas residenciales de Estados Unidos y de Canadá han salido a la luz, y es indudable que muchos más casos no se denunciaron, fueron ignorados o se encubrieron. En 1913, 276 estudiantes de Carlisle solicitaron al Departamento del Interior de Estados Unidos que investigara las condiciones de la escuela, incluidos los castigos severos por infracciones menores.
Una revisión del Departamento del Interior de 2024 encontró que al menos 973 niños indígenas estadounidenses murieron en 400 escuelas financiadas con fondos federales. McBride dijo que la cifra real probablemente asciende a miles. Estas experiencias devastadoras influyeron en la disculpa que ofreció el presidente Joe Biden el año pasado.
El legado de la escuela de Pensilvania aún es complejo, expresó Amanda Cheromiah, de Laguna Pueblo, quien dirige el Centro para el Futuro de los Pueblos Originarios de la universidad Dickinson College, en Carlisle.
“Hubo experiencias muy diversas. Algunas fueron buenas, otras fueron malas, más todas las intermedias”, dijo Cheromiah. Seis de sus familiares asistieron a Carlisle.
Cheromiah agregó que varios cientos de personas asistieron a los servicios a principios de octubre en memoria de los 16 niños cheyenes y arapajós. Lo describió como “uno de los momentos más memorables que he escuchado a otras personas compartir”.
Algunas tribus no están interesadas en exhumar los restos de sus hijos. Debido a la deficiente documentación, otros podrían no ser enviados a su tribu de origen jamás. El año pasado, se descubrió que una tumba que se creía que contenía los restos de un joven wichita de 15 años contenía los de otra persona. En 2022, el equipo que esperaba encontrar a un chico de 13 o 14 años de la nación indígena catawba, de Carolina del Sur, encontró en su lugar los restos de una adolescente. Sus restos fueron vueltos a inhumar y las tumbas marcadas como “desconocido”.
Norene Starr, coordinadora de proyectos de las tribus cheyene y arapajó, quien lideró la repatriación, calificó de “atrocidad federal” el hecho de que los restos exhumados de otros dos estudiantes no coincidieran con sus lápidas y tuvieran que ser inhumados de nuevo. Trabaja con expertos forenses para identificarlos.
“Va a ser un camino muy, muy largo”, dijo Starr.
Desde que comenzaron las repatriaciones en Carlisle, en 2017, los cuerpos de 58 estudiantes han sido devueltos, lo que deja 118 tumbas con nombres de indígenas norteamericanos o nativos de Alaska. Unas 20 más contienen los restos de niños no identificados de tribus originarios.
Las exhumaciones son complicadas y costosas. El gobierno federal y las iglesias cristianas involucradas tienen la obligación moral de financiar el trabajo en muchos más cementerios de internados, dijo Samuel Torres, de la Coalición Nacional para la Sanación de los Internados de Indígenas Norteamericanos.
“Para aquellas tribus que están interesadas en identificar dónde están sus niños y llevarlos a casa, hay una oportunidad para que entidades cómplices contribuyan con fondos y financien estas iniciativas”, expuso Torres, quien es mexica/nahua.
Para aprobar la repatriación, el Ejército de Estados Unidos exige una declaración jurada notariada del pariente vivo más cercano, pero deja en manos de las familias y las tribus la decisión sobre quién puede ser esa persona.
Starr dijo que, en los casos en que las tribus cheyene y arapajó no pudieron localizar a descendientes directos, la oficina del gobernador tribal adoptó a los niños para facilitar su repatriación.
Las tribus que buscan el regreso de sus ancestros en virtud de la Ley de Protección y Repatriación de Tumbas de Indígenas Estadounidenses, de 1990, se han topado con una política del Ejército que no le obliga a entregar los cuerpos en los cementerios a las naciones tribales. Un fallo judicial en contra de la tribu winnebago de Nebraska, que busca el regreso de dos exalumnos de Carlisle, está en apelación.
Durante la audiencia oral, celebrada durante el proceso de exhumación en septiembre, los jueces federales de apelación presionaron al Ejército para que justificara su postura.
“Estos fueron entierros sin consentimiento. No hubo un entierro tradicional indígena estadounidense. Estos niños son secuestrados, arrojados a una fosa después de morir a manos del gobierno y luego trasladados (a otro sitio) para pavimentar sobre las tumbas”, declaró la jueza federal Pamela Harris, del Tribunal de Apelaciones del Cuarto Circuito. “¿Cree usted que la intención del Congreso era algo así como: ’realmente necesitamos preservar ese arreglo?”.
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Graham Lee Brewer contribuyó desde Oklahoma City.
FUENTE: Associated Press

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