Cuando un presidente convierte la diplomacia en espectáculo, lo que se debilita no es solo su imagen personal, sino la credibilidad de toda una nación.
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SUSCRIBITECuando un presidente convierte la diplomacia en espectáculo, lo que se debilita no es solo su imagen personal, sino la credibilidad de toda una nación.
Lo ocurrido en Nueva York con Gustavo Petro, al invitar públicamente a soldados estadounidenses a desobedecer órdenes, es un acto irresponsable, provocador y sin precedentes en la historia reciente de Colombia.
Las reacciones no tardaron en llegar. El Departamento de Estado de Estados Unidos revocó la visa del mandatario colombiano, calificando sus declaraciones como “imprudentes e incendiarias”.
Una sanción que, más allá del golpe simbólico, evidencia el deterioro de una relación estratégica que ha sido pilar de la política exterior, comercial y de seguridad del país durante décadas.
El artículo 188 de la Constitución es claro: el Presidente simboliza la unidad nacional. ¿Qué unidad puede representar un jefe de Estado que genera bochorno internacional y fractura la confianza diplomática con nuestro principal aliado comercial?
El costo no es menor. La relación con Estados Unidos, que sostiene miles de empleos y billones de pesos en flujos de inversión y comercio, se ve hoy comprometida por una conducta que confunde liderazgo con protagonismo. La confianza, que tarda décadas en construirse, puede destruirse en segundos cuando quien debe actuar como estadista decide comportarse como agitador.
Lo más preocupante es que este episodio no es un hecho aislado, sino parte de un patrón reiterado: un gobierno que brilla más por trinos incendiarios y discursos polarizantes que por resultados concretos. Mientras la inseguridad crece, la economía se desacelera y el desempleo persiste, el presidente dedica su energía a generar polémicas internacionales que poco o nada aportan al bienestar de los colombianos.
Colombia necesita recuperar la dignidad del cargo presidencial. No se trata solo de quién ocupe el Palacio de Nariño, sino de cómo se ejerce el poder. Un jefe de Estado debe inspirar respeto dentro y fuera de sus fronteras, no vergüenza ni incertidumbre.
El liderazgo no se mide por el ruido que se hace, sino por la confianza que se inspira. Y hoy lamentablemente lo que resuena en el mundo no es la voz de un país firme, sino el eco de un presidente sin mesura.

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