En los últimos dos años, las autoridades estadounidenses han detenido casi 300.000 veces a cubanos en la frontera con México. Algunos han sido retornados a la isla, pero la gran mayoría se ha quedado bajo las reglas de inmigración que datan de la Guerra Fría. Esa cifra equivale a más de la mitad de la población de Baltimore o casi el 3% de los habitantes de Cuba.
Mientras estudiaban para ser médicas, las hermanas Rolo González pasaban su tiempo libre en las afueras de La Habana en busca de recursos suficientes para comprar productos básicos como la fórmula infantil con la que alimentar a la hija de Melanie.
Las mujeres soñaron alguna vez con viajar como médicas, pero se desilusionaron rápidamente de la vida en Cuba debido a los frecuentes apagones, a la escasez de suministros médicos y a otras restricciones.
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Cuando nació Madisson, la hija de Melanie, ella y su esposo economista comenzaron a hablar sobre la migración de su familia a Estados Unidos. Él iría primero, decidieron, y luego ellas buscarían migrar a través de rutas legales y menos peligrosas.
En mayo de 2022, él voló a Nicaragua. Poco después, dijo Melanie, la dejó por otra mujer.
Sin embargo, ella todavía planeaba emigrar; ahora con su hermana pequeña.
La gran mayoría de los migrantes cubanos del año pasado voló primero hacia Nicaragua —adonde los cubanos pueden viajar sin necesidad de visa— para dirigrise luego por tierra a México. Aunque también hay un número cada vez más creciente que toma la peligrosa ruta por mar y se adentra en botes llenos y construidos precariamente para recorrer los casi 161 kilómetros que separan la isla de Florida.
Melanie y Merlyn reunieron 20.000 dólares después de vender la casa que les dejó su padre, el refrigerador, la televisión y cualquier cosa de valor a cambio de conseguir monedas estadounidenses. También con el dinero que les enviaron amigos y familiares que ya viven en Florida.
Esa cantidad les alcanzó para pagar los vuelos a Nicaragua y a una de las redes de contrabando que les conduciría por el paso terrestre de la frontera de Estados Unidos.
Pidieron una licencia en la escuela de medicina y solo avisaron de que se iban a cinco personas, entre amigos cercanos y familiares.
Días antes de su vuelo, las dos clasificaron meticulosamente pilas de medicamentos, ropa de invierno y leche en polvo para bebé. Y trataron de llevar todo lo de sus vidas que pudiera caber en dos mochilas azul y rosa.
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Las hermanas, como muchos otros cubanos, confiaban en la facilidad relativa -que pronto desaparecería- con la que los migrantes cubanos podían ingresar en Estados Unidos.
Al dar la medianoche del 13 de diciembre, las hermanas Rolo González atravesaron el pasillo de su casa adornado con las fotos de sus familiares y salieron pensando que sería para siempre.
Lo último que le dijeron a su madre antes de despedirse y dejarla sola en el aeropuerto de La Habana fue “te amo”. “Hasta entonces, me parecía irreal”, dijo la hermana menor. “Cuando me vi ahí sentada, solo pensaba en lo que estaba logrando. Y cuando el avión despegó nos miramos y nos dijimos: ‘somos libres’”, recuerda Merlyn.
Salieron del aeropuerto de Nicaragua acompañadas de un contrabandista que tenía una foto de ellas en su teléfono y recibieron unas instrucciones por WhatsApp.
Era hora de hacer el primer pago: 3.600 dólares en efectivo.
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Su “guía” era una presencia vaga, pero constante, que les enviaba mensajes con indicaciones a medida que pasaban de un contrabandista a otro.
Después de pagar, comenzaron un viaje de 12 horas con el “coyote” hasta llegar a una casa destartalada a medianoche. Las despertaron antes del amanecer. Con un aire frío que cortaba sus pulmones, Melanie y Merlyn comenzaron a caminar por una montaña escarpada salpicada de granjas de maíz y café en la frontera entre Nicaragua y Honduras.
Las hermanas continuaron así durante días y atravesaron Honduras y Guatemala en autobús, automóvil y a pie a lo largo de los paisajes coronados por los volcanes de Centroamérica.
Se maravillaron ante las montañas irregulares y unas nubes redondeadas tan infinitas como los océanos que alguna vez las rodearon.
“Todo era nuevo”, dijo Merlyn, “Se sentía como: ‘Hemos salido de Cuba’”.
En su casa hasta entonces, su madre se aferraba a los mensajes de texto y a las fotos que le enviaban sus hijas para saber que estaban bien.
“Hay un vacío horrible en esta casa. Miro por allí, por allá, y es como que no tengo nada”, dijo.
Las hermanas Rolo González dormitaban y viajaban junto con otros 18 migrantes a las 3 a.m. en una vieja camioneta azul que zumbaba a través de densos bosques de pinos en Chiapas, México, formando una hilera de cinco vehículos que transportaban en su mayoría a cubanos. Atravesaron un paso informal construido por contrabandistas y el cielo, que lloviznaba, volvió resbaladizo el camino de tierra.
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Merlyn acunaba a su sobrina cuando el vehículo derrapó, giró y dio 10 vueltas de campana mientras caía. La sacudida arrojó a Merlyn y a la bebé por el parabrisas junto con el conductor. La joven cubana envolvió a su sobrina con su cuerpo. Un trozo de vidrio abrió un corte profundo en la parte posterior de la cabeza de la mujer.
Cuando aterrizó en terreno fangoso, la mujer miró al suelo y entró en pánico al ver la cara de la bebé y sus mechones cortos de cabello cubiertos de sangre, mientras miraba hacia arriba con los ojos muy abiertos.
Melanie corrió, revisó los signos vitales de las dos con la luz de un teléfono y vendó la cabeza de su hermana como había aprendido en la escuela de medicina en Cuba.
Días después se enteraron de que la madre de un niño cubano de ocho años había muerto esa noche.
“Sentíamos que significaba que tenemos mucha vida por vivir aún”, dijo Melanie.
En la víspera de Año Nuevo, tras más de dos semanas de travesía, las hermanas Rolo González vadearon el río Bravo desde Juárez hasta El Paso en la madrugada. Fueron recibidas de inmediato por agentes de la Patrulla Fronteriza, detenidas en Texas y liberadas rápidamente con 60 días de libertad condicional.
Días después, se anunció la nueva restricción de Biden. Lo habían logrado justo a tiempo.
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En Cuba, su madre miraba su teléfono con manos temblorosas. Habían pasado tres semanas desde que Marialys se despidió de sus dos hijas y de su nieta.
En Daytona Beach, Florida, los amigos de la familia las esperaban. Globos decoraban sus camas y una cuna rosa en un rincón.
El teléfono de Marialys sonó. Entrecerró los ojos frente al video granulado.
“¡Mira, hay un carro, allí están!”, gritó Marialys cuando un auto plateado apareció en la pantalla. Tres chicas envueltas en chaquetas caminaron hasta la entrada de la casa.
“Hola, mami”, murmuró una con una sonrisa.
“Se terminó la pesadilla, mi hija”, se atragantó la madre.
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El periodista de Associated Press Ariel Fernández contribuyó a este despacho.
FUENTE: Associated Press